¡Hey, soy Isaac! 🧭
Únete a este viaje sin mapas, pero lleno de descubrimientos. Reflexiones, aprendizajes y relatos para quienes nunca dejan de estar En Ruta.
Volvemos con el sexto fragmento del relato “8 días y una vida”.
Recuerda que lo estamos leyendo capítulo a capítulo. Puedes leer los anteriores en el perfil.
DÍA 5
Hora y media en el transporte público, atravesando enormes bosques y barrios cálidos y silenciosos, nos acercan hasta la University of British Columbia (UBC), una de las 20 mejores del mundo. A decir verdad, no sé muy bien qué pensé que íbamos a encontrarnos aquí en plenas vacaciones de Navidad. Facultades cerradas, calles desiertas, estruendosas tareas de mantenimiento en marcha y un sentimiento de soledad y vacío que me fuerzan a improvisar nuevos planes para que los 90 minutos de viaje no sean en vano, aunque mi padre simula no importarle.
De inmediato se me ocurre visitar el Museo de Antropología (MOA), a unos quinientos metros del ágora de UBC. Orgulloso de mí mismo por haber podido improvisar este plan tan acorde a las inquietudes profesionales y personales de mi padre, se lo presento como una sorpresa que le tenía preparada.
Cerrado. La decepción me golpea. Hoy parece que hay algo que conspira en nuestra contra. O en la mía. Me castigo por no haber planificado el viaje mejor, lo que aumenta mi sentimiento de vergüenza y mi orgullo se desvanece. Mañana será otro día.
DÍA 6
Después del día de ayer, me quedé parte de la noche pensando en el plan para hoy. A decir verdad, para la poca planificación previa, el viaje estaba saliendo bastante bien. O al menos esa era mi percepción.
El día de nochebuena lo hemos comenzamos en Granville Island, una península que se extiende bajo un inmenso puente y que es muy conocida por su mercado. Allí, hemos intentado almorzar alguna cosa al mismo tiempo que un escuadrón de gaviotas, desde lo alto del puente, organizaba un ataque en picado. Instantes después, hemos presenciado como varias de ellas se abalanzaban sobre las mesas repletas de gente, y de comida, arrancándoles el bocado de las manos.
Yo, un poco cagueta, no pude dejar de vigilar a aquellos pajarracos, atento a su segundo ataque y deseando que este no fuese contra nosotros. De hecho, hasta he querido renunciar a mi rica pizza bajo el sol de invierno por evitar el ridículo (y el miedo) de ser su próxima víctima. Mi padre se ha negado rotundamente. Con sus gafas de sol, la chaqueta roja despasada (muy navideña, por cierto) y un sentar repantingado, parecía haberse trasportado a la terraza de la Glorieta por unos instantes, disfrutando cada sorbo de su café como si esta “guerra” no fuese con él.
Me he hecho el valiente y, vigilando de reojo todos mis alrededores antes de llevarme la comida a la boca, he logrado terminarme la pizza. ¡Qué alivio!
Con una buena recarga de vitamina D, los estómagos llenos y tras hacer unas compras para la noche, hemos recorrido False Creek, pasando por el Science Museum, el Rogers Arena, Chinatown, hasta llegar –una vez más- al centro de la ciudad.
Al parecer, mi dosis de miedo diaria ya se había agotado y me he aventurado a enseñarle a mi padre una de las calles que, desde el primer día que llegabas a Vancouver, te recomendaban no pisar: East Hastings.
Miles de sintecho se extienden por toda la avenida, ocupando gran parte de las aceras, que eran bastante amplias. Allí, gente tumbada, tiendas de campaña improvisadas y drogadictos que no dudaban en suministrarse su dosis entre toda la muchedumbre. Pero sin disimulo.
Con paso rápido, vamos esquivando a las personas que deambulan, las mantas llenas de objetos que se venden, la gran cantidad de basura por el suelo y alguna que otra jeringuilla.
El silencio se apodera de nosotros. Observamos, pero no hablamos, la calle lo hace por si sola. La sensación no es de inseguridad o peligro, aunque sí algo tensa. Evitamos mirar atrás y yo me aseguro de que la firmeza de nuestros pasos nos acerca a, podríamos decir, una “normalidad más normal”. Aunque quizá esto, para algunas personas, ya es su normalidad.
Poco a poco llegamos a un punto donde el orden, afortunadamente, vuelve a predominar. Aquí, yo con las axilas sudadas de la tensión, comentamos como podía ser que, en una ciudad como Vancouver, en pleno centro, pudiese existir esta realidad. Es como si la calle Colón de Valencia mitad fuese tal y como la conocemos y la otra mitad el caos. Quizá el hecho de que todas estas personas se agrupen en esa zona permite tener un mayor control por parte de las fuerzas de seguridad. No lo sé.
Tras la experiencia, no demasiado agradable tengo que decir, seguimos dirección a Waterfront. La cojera de mi padre, aunque él la intentaba disimular, se hace cada vez más evidente. Sus problemas de rodilla comienzan a surgir tras el paseo de 15 kilómetros y todos los que llevábamos acumulados los días anteriores.
Sin ideas ni siguientes planes, alcé la vista. Casualidad o no, estábamos justo debajo del Top of Vancouver Restaurant, un restaurante que descansaba en lo alto de una gran torre con forma circular y que giraba sobre sí mismo para disfrutar de unas vistas 360 de toda la ciudad.
“¡Vente! Te voy a llevar a un sitio que te va a molar”, le digo. Aprovechamos la hora de la merienda para subir hasta el restaurante y pedir un chocolate caliente mientras observamos toda la ciudad.
Hablamos de lo vivido, de lo que nos queda por vivir y repasamos desde las alturas todos aquellos lugares que hemos visitado. Yo, por mi parte, pensaba en la importancia del recuerdo. Contarnos las anécdotas pasadas era vivirlas dos veces. Escuchar las historias que yo ya había olvidado era seguir aprendiendo. Descubrir la cultura de otro país era descubrirte a ti mismo.
Nos llegamos a sentir, todavía más habiendo visto una realidad bastante dura instantes antes, dos personas muy privilegiadas. Hablamos del dinero y de su importancia. De gastarlo, o como me decía él, usarlo. De vivirlo.
Comienza a caer la noche y en el restaurante empiezan a preparar las mesas para la cena. Un menú de nochebuena que costaba, como diríamos en el pueblo, “un ojo de la cara”. Mi padre, que tiene muy interiorizado eso de que el dinero está para vivirlo, decide preguntar por la disponibilidad de una mesa para celebrar juntos la nochebuena con Vancouver a nuestros pies.
Yo, que soy algo más reservado -también en temas de dinero-, me niego rotundamente. Estaba bien gastarlo para ocasiones especiales, pero no quería que un viaje de algo más de una semana supusiese tener que vivir el siguiente mes alimentándose de arroz y pasta.
Nos vamos. Mi padre algo mosqueado porque, según él, yo tenía el “puño demasiado prieto”. Yo también, porque no valoraba que me preocupase por su futuro más cercano el siguiente mes al volver a España.