Se me quemó la pizza. Y no porque estuviera hasta arriba de faena o inmerso en tareas que absorbían toda mi atención, sino porque no me encontraba. Estaba desficioso. Inquieto. Un tanto preocupado.
El sábado fue un día increíblemente-nostálgico. Me levanté a las 6.00 de la mañana para acabar de editar un vídeo que me arruinó, aunque no solo a mí, la tarde del viernes. No supe luchar contra la tecnología. Tampoco contra mis propios esquemas que, muy inflexibles y poco comprensibles, llevaron mi paciencia y temperamento hasta casi su límite.
Conseguí terminarlo. También subirlo al Youtube, escribir su descripción e integrarlo en el boletín del
para que el domingo por la mañana, como siempre a las nueve en punto, entrase en los correos de varios miles de docentes que se despertarían con mi discurso y una cara -quiero creer- amable.Respiré. El trabajo -no trabajo- estaba hecho. Pensé en cómo se vería y lo reví. También lo reviví.
Pensé en las más de siete horas que había invertido en una tarea que se podía completar en dos. Maldije el internet, también el Canva. Deseé haber sido capaz de decir “basta”, como en algunos otros momentos, e invertir tiempo de calidad en compañía. Quise volver a atrás para exprimir hasta el último segundo de todos esos minutos que terminaron convirtiéndose en horas que acabaron haciendo de un día maravilloso algo desquiciante. No solo para mí.
Subimos al coche y no fuimos capaces de amenizar el trayecto. El silencio lo pausaban conversaciones entrecortadas. Sin sustancia. Sin alma.
Nos despedimos y comencé a correr. No para huir, sino para intentar que el tiempo pasase más rápido. Me di cuenta al instante de que, por suerte, el mundo no funcionaba así. Somos nosotros los que nos adaptamos, por mucho que nos empeñemos en creer que lo otro es lo que se tiene que amoldar a nuestro son.
Hicimos la carrera de Cabanes: Laura, Juanjo y yo corriendo. Inés, Irene y Lledó caminando. Trece kilómetros por la montaña que significaban bocanadas de aire helado y puro que entraban directamente al corazón, como queriendo enfriarlo.
Entramos en meta en el tiempo propuesto. Ni un minuto más ni uno menos. Víctor se sorprendió de lo medido que lo teníamos. Aunque realmente fue suerte. O quizá no. Puede que inconscientemente hiciéramos por cumplir con nuestra palabra. Coherentes con nuestro compromiso. Que, al igual que el vídeo, nadie nos imponía más allá de nosotros mismos.
Me olvidé de los exámenes, de preparar los materiales para clase y de otras muchas preocupaciones que, durante la semana, ocupan el ranking de mis prioridades. También está bien descansar. No hacer nada es necesario, por muy contraintuitivo que parezca.
Almorzamos en un bar que terminó con un aperitivo en otro. Juanjo y yo fuimos los últimos en irnos. Hablamos de correr, de posibles objetivos, revisamos los tiempos pasados y recordamos anécdotas. Varias veces dijimos de “echar la última” que, sin saber muy bien cómo, se terminaba convirtiendo en la penúltima.
Y llegué a casa. Me tumbé en el sofá y me tapé. El sol me hacía entrecerrar los ojos, como obligándome a descansar lo que la noche anterior no había podido.
Volví a abrirlos cuando el sol ya no molestaba. Hacía rato que se había escondido y yo, medio aturdido, enchufé el ordenador. Estuve vagando, tanto por internet como por mis pensamientos. Quería escucharme aunque mi cabeza parecía no tener fuerzas para hablarme. Quizá el descanso inesperado le trastocó la moral, como me ocurrió a mí el viernes. “Hay que saber adaptarse”, le digo. Me digo.
Con un luz tenue recordaba la última vez que estuve solo sentado en este sofá. “Cómo han cambiado las cosas”, me dije.
Con la manta hasta el cuello, y todavía a medio despertar, di con este vídeo: “The Present”.
Un sentimiento, no sé si de nostalgia, tristeza o una profunda empatía -que hacía tiempo que no me visitaba-, me inundó. Es curioso que intente enseñar a mi alumnado a comprender sus sentimientos cuando, a veces, ni yo mismo puedo hacerlo.
Terminé el vídeo y, casi de forma automática, bajé la pantalla del portátil. El comedor seguía oscuro, tan solo iluminado por un foco de luz cálida que intentaba atenuar todavía más, sin querer quedarme a oscuras.
Solo, me forcé a enfrentarme a mí mismo. Otra vez.
Me pregunté por lo que estaba haciendo. Las obligaciones impuestas y las autoimpuestas. Donde invertía los segundos de mis horas que se convertían en días que acababan siendo mi vida.
Recordé partes de un pasado que, ahora ya sé, es inventado. Intenté evitar el futuro que, además de incierto, es tan solo una ilusión. Me quise centrar en el presente. En como estoy y soy. O estamos y somos.
Agradecí el poder haber corrido 13 kilómetros. También el hacerlo acompañado de amigos. Hice lo mismo con haber podido tomarme un par de cervezas. Sonreí al verme solo en un comedor frío y casi oscuro. Di gracias por haberme encontrado con ese corto tan inspirador. Y se me cayó la baba de pensar que esa noche cenaría una pizza, valorando el tenerla.
La pizza acabó quemándose y yo terminé viviendo un presente que, aunque no quería, me vi forzado a agradecer. Me prometí no olvidar este corto, recordándome que el futuro era solo una ilusión y que tendría que hacer grandes esfuerzos para mantenerme en el presente.
Intentaré seguir valorando lo que tengo y poniendo por encima de todo una obligación: ser consciente del presente y disfrutarlo.
Cuídate. Y disfruta.