Día 19. Bariloche
La K’onga se escucha de fondo. Justo en frente mío hay colgada una bandera de Argentina. Y en la cocina, que linda con la sala en la que estoy, cuatro o cinco argentinos/as arman algo de alboroto mientras toman mate. Tan solo falta escuchar a alguien hablar de fútbol y que salga el nombre del Diego o Leo para tener todos los estímulos que te convierten directamente en argentino. O estar comiendo un asado.
Pocos minutos pasan de las 21:00 y estoy rendido. Tanto como para, por primera vez en todo el viaje, tener dificultades para contarte lo que ha pasado hoy. Y quizás también sea porque no sé muy bien por donde empezar.
Por tanto, escuchando a mi cuerpo, te resumo muy rápidamente.
Esta mañana no teníamos ningún plan. Y digo teníamos porque íbamos Vanina, Camila, Armando y yo. Después de deambular por el centro, preguntar una decena de veces dónde íbamos y subirnos a un autobús cualquiera, hemos llegado a Llao Llao… ¡Donde estuve ayer! Pero bueno, aunque con altibajos, me lo he tomado con bastante filosofía.
Una vez allá hemos decidido hacer una ruta que nos llevaba hasta la playa. La playa de un lago, para variar. A un ritmo muy parsimonioso hemos logrado llegar. No sin antes perder unos guantes, un mapa y que la suela de una bota se despegue. Como veis, todo aventuras.
A la vuelta, necesitando un poco estar conmigo mismo e ir a mi ritmo, he decidido subir al mirador del cerro Llao Llao. Una subida, un tanto pronunciada pero corta, que nos situaba a poco más de 1000m. Y digo “nos” porque Armando, sacando fuerzas de no sé donde, ha decidido seguirme. Me ha costado pararme cada pocos metros, la verdad, pero ha merecido la pena ver su disfrute cuando hemos llegado al mirador y nos hemos encontrado estas vistas:
Y con esto, y tres empanadas de carne (para acabar de mimetizarme con este ambiente que te comentaba al principio), me retiro casi a dormir. Mañana más.